lunes, 23 de enero de 2012

Cuando Trotsky conoció a Frida Kahlo

La persecución política de su enemigo íntimo lo había expulsado ya de cuanto país había ocupado, él y su esposa deambulaban por el globo en busca de asilo y un poco de paz tras la pérdida de sus hijos y sus causas en manos de la crueldad de Stalin.
Lev Davidovich Bronstein, más conocido como León Trotsky había sabido infundirle temor hasta al mismísimo Hitler, había sido, junto con Lenin, la mente más brillante de la revolución rusa de 1917, pero por esas cosas del destino y de la historia, en la que por lo general ganan los malos, era perseguido hasta el cansancio y solo contaba con la fiel compañía de su esposa Natalia Sedova, quién había estado a su lado desde sus épocas de gloria al mando del ejército Bolchevique.
Quiso el destino, la historia o la suerte que fuera México, por pedido expreso del muralista Diego Rivera al presidente de aquel país, Lázaro Cárdenas, el lugar que le diera asilo y cobijo en esos años de destierro permanente. Fue así como a la edad de 57 años, Trotsky llegó al hogar del reconocido artista quién le brindo seguridad durante dos años.
Llegados a la residencia de Ribera, Trotsky se encontró de cara a la belleza joven de la genial Frida Kahlo, quién por su parte, con el arribo de los huéspedes se vio encantada por la monumental inteligencia del otrora líder revolucionario.
Cuando Trotsky conoció a Frida Kahlo sintió de inmediato una atracción romántica hacia esa joven 28 años menor. Cuando Frida Kahlo conoció a Trotsky le fue imposible no enamorarse de ese señor maduro cuya capacidad mental e inteligencia superaba a la de cualquier ser que habitara la tierra. Lo que se suponía sucedió, fue fugaz el romance a escondidas que sostuvieron, pero lo suficientemente fuerte para que marcara la vida de cada uno de ellos hasta el final de sus días. Tanto que quizá fue con él, con quién soñó Frida cada noche.
Tanto que quizá fue en ella, en quién pensó él aquella tarde del 20 de agosto de 1940, cuando el agente de la policía secreta soviética, Ramón Mercader, le clavó aquel piolet en la cabeza que acabaría con su vida.

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